Construir un país comienza en nuestras cabezas y, sobre todo, en nuestras palabras; es lo que se habla, lo que se sueña y se comparte. Sí, aunque en el día a día no parezca tan simple. Construir un país no es solo para los adultos, para los políticos o los que salen en la tele. Ahí es donde las niñas, los niños y los jóvenes entran en esta historia, porque el país necesita de su imaginación y de su capacidad para nombrar de formas nuevas tanto el presente como el futuro.
Cuando Paulo Freire hablaba de la educación y del lenguaje, no pensaba solo en repetir datos, sino en ayudar a las personas a descubrir quiénes son y qué quieren cambiar. Para él, la palabra no es algo pasivo. Si uno nombra la injusticia o el dolor, no es para quedarse de brazos cruzados; es para entender que eso que duele puede cambiar. Creía que cuando nombramos algo, le damos existencia, y al mismo tiempo, entendemos que podemos transformarlo.
Jean Piaget propuso que las niñas y los niños hagan más preguntas para encontrar respuestas en el intento. De esta manera, cada palabra utilizada se convierte en una herramienta para armar sus propios significados, para cuestionar y transformar lo que no entienden o no les gusta. En un país que necesita tanto arreglo, esta capacidad de preguntar y de cuestionar es clave para construir algo nuevo.
Entonces, la palabra es acción. Ese es su verdadero poder. Aunque, como todo poder, tiene la posibilidad de construir o destruir. De manera negativa, las palabras pueden ser invasivas, generalizantes, peyorativas e, inclusive, invisibilizantes. Pero, de forma positiva, pueden cambiar nuestras ganas de hacer algo y de invitar a otros a hacerlo. Si decimos «queremos paz», «queremos respeto», «queremos cuidar la tierra», estamos dando el primer paso. No es magia, no es automático, pero es un compromiso constructivo que tomamos al decirlo.
Este ejercicio, entonces, nos propone construir un país a través del diálogo, de la colaboración, de la capacidad de aprender juntas y juntos. No sirve de nada que solo unos pocos hablen, y que los demás no podamos decir lo que sentimos o lo que pensamos. Necesitamos interactuar y colaborar, porque es en esa interacción donde aparece el respeto por el que piensa diferente y también el deseo de buscar soluciones.
El país que soñamos comienza en nuestra capacidad de imaginar en comunidad. Un país que se construye con palabras y con diálogo es un país en el que todas y todos tenemos un lugar y una voz. La naturaleza, nuestra familia, los ríos, los árboles o nuestra comunidad, que tanto nos sostienen y nos dan vida, también están esperando que les pongamos palabras. Si decimos «este río es importante», entonces el río deja de ser solo agua y se convierte en algo que cuidamos. Cada vez que decimos «cuidemos la tierra», «hagamos política honesta», «escuchemos a los demás», estamos proponiendo un futuro con nuestras palabras.